Crónica de supermercado.
- Montserrat Cornejo
- 18 sept
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 18 sept
Miércoles a las 3:00 de la tarde no me parece una hora pico para ir al súper. Pero ahí estaba yo, con un simple foco entre las manos, y con una marabunta de gente frente a tres cajas —de cinco— que funcionaban correctamente. Algo en mí dijo: no quiero lidiar con esto ni formarme, prefiero esperar aquí, simplemente aquí, a que todos se vayan.
Quedo detrás de una señora perfectamente peinada y maquillada. Quizá ella pensaba lo mismo sobre no formarse. Su collar de perlas delgadito adornaba la blusa floreada que probablemente habrá abrazado a sus nietos e hijos. Seguro que esa blusa será bien recordada. Así como yo recuerdo la ropa de mi abuela, y a mi abuela, y algunas de sus prendas —he de confesar— suelo ponerme, porque en una parte bien maniaca de mi mente, ella está ahí, abrazándome.
Pero antes de que pienses que soy una Norman Bates sin sentido, déjame compartirte una buena noticia: nuestra espera, a la periferia de todos, resultó ventajosa... ¡abrieron la caja 4!
Inmediatamente, un tipejo de mucho pelo y poca monta, de unos aproximados 35 años, intenta meterse delante de la señora de la blusa de flores. Le clava el carrito —según él intimidante—. A mí me hierve todo y lo mando a la chingada; no hay otro lugar para la gente así. A mi muy diplomática manera le indico que ya estamos formadas. El tipo me había sonreído unos 15 minutos antes, en un intento bastante lastimero —he de acotar— de ligarme. Puse mi mejor cara de asco, lo barrí de pies a cabeza y regresé a revisar mi foco, para no llevar el incorrecto. No me quise cerciorar, pero seguí sintiendo la mirada del poca monta, y fue ahí cuando fijé mi vista en la blusa de flores y me refugié en las bugambilias.
El hombre retrocedió, haciendo un gesto que imitaba una caballerosidad falsa:—Disculpe, pase, pase señorita. Yo le cedo el paso a doña Zoila. Ella me agradece, y con una mirada tierna suelta un:—Qué linda, de verdad, muchas gracias.
En lo que "carga el sistema", se abre la conversación. Platicamos de todo un poco: de las impredecibles lluvias en el Estado de México, de lo chiquito que es nuestro Chedraui y la colonia. Me pregunta cómo pasé el 15 de septiembre. "Estuvo maravillosa la transmisión de La Noche Mexicana", dice con singular alegría. Le digo que, francamente, no hice mucho. Me compré unos pambazos y me dispuse a una noche de Netflix. Me dejé atrapar por Las Muertas de Luis Estrada —es sobre las Poquianchis, añadí—, un caso muy interesante.
La señora Zoila me contesta:—¡Y cómo no! Fue todo un suceso. Mi papá era militar, tiene muchas historias sobre eso... eso y otros casos.
No solo doña Zoila contaba ya con mis ganas de protegerla —o al menos de cuidarle su lugar en la fila—, de respetarla, unas ganas que quién sabe de dónde salieron, sino que ahora tenía mi total intriga y ganas de seguir la conversación por horas.
Pero la cajera me pregunta si cuento con monedero de puntos. Asiento con la cabeza. Tímidamente saco mi teléfono y pienso en pedirle el número a doña Zoila. Me da pena. Suelo tener esta extraña sensación de parecerle rara a alguien y que seguramente va a rechazarme. Me ha acompañado desde chica. Pero a mis treinta y pico, ya me vale madre. ¿Parezco rara? Pues lo soy...a veces. ¿Hago cosas raras? Por supuesto, como todos.Y ese devate, más algo de terapia los últimos ocho años de mi vida, me empujaron a pedirle su contacto.
Después de ayudarle, claro, con sus frutas y verduras camino a su auto, le comento mi deseo. Ella, un poco sorprendida, me dice:—Ya me están esperando en el carro. Qué oso, me digo. Seguro ya la incomodé y ha de decir: ¿qué onda con esta loca? Pero doña Zoila saca su teléfono y me dice: apunta tu nùmero, porque la verdad yo no le sé y con todo gusto nos vemos otro dìa. Respiro tranquila y guardo también su número, para mi mala suerte nunca he sabido cómo se escribe Zoila. Mi instinto de escritora pudo más y me dijo que yo debo conocer esa historia. La de una niña María Zoila de padre militar y cabello negro ébano como el de ella, de cómo fue el momento en que se rebeló contra él, para después ser una mujer hecha y derecha con una blusa de bugambilias que llamaba la atención a toda costa. O que quizá no. Quizá encontraría una historia de Zoila buena hija, buena esposa, buena madre… tan buena que la agarra en curva un cretino que se le quiso meter en la fila del súper. Zoila recatada, María la del collar de perlas. ¿Qué sabía yo de sus historias? Pero cualquiera que fuera, ambas me parecen dignas de contar.
Y con un apretón de manos cerramos el trato. Ella me invita para la siguiente semana y de nuevo suelta un:—Qué linda eres. Ensalsado con un:—Dios te me cuide, mi niña.
Se me cae el mundo. Si supiera que mi debilidad son las mujeres mayores porque sigo buscando en ellas la figura materna. Quizá saco de las mujeres en mi vida, instrucciones de cómo ser una madre, porque estoy convencida de que algún día, no sé cuando ni cómo, he de convertirme en madre y podré reivindicarme de ese incierto de hija. Es un juego medio sucio de mi parte aliviar así la herida, lo sé. O quizá simplemente mujeres como ella, me recuerdan a mi abuela. Porque, aunque ya no le lloro a su muerte, aún la cargo. Como una maleta que a veces se guarda en el fondo del clóset y otras se saca a pasear. Una maleta a veces ligera, otras no tanto. Pero ahí, presente.
Dato adicional: quien pasaba por ella en el auto era un chico guapísimo. Me sonríe y sin conocerme, me saluda de beso ¿Un nieto quizá? Qué sé yo, pero me ponen mal los de facha intelectual, nariz grande y gafas prominentes.
Me voy con mi foco en la mano. Y le agradezco a la chica de la entrada por cuidar de mi perro, que quién sabe cuántas historias habrá documentado en su mente mientras me fui por un simple foco.
Ojalá pudieran hablar / escribir las mascotas… cómo serán de interesantes las historias que suceden a ras de suelo. Las historias que nos contarían.



Y el balto, escribiendo en su diario lo mucho que le gusta su peinado de zig-zag